Por: Wilson Acosta Sosa.
En aquellos años de mi primera infancia llegaban al pueblo unos gitanos y gitanas integrantes de un circo que permanecía varios días ofreciendo novedosas atracciones a la comunidad. Si mal no recuerdo esas visitas se daban en plena temporada de verano.
Precisamente la época cuando el calor extremaba su tortura sobre Neiba, comunidad enclavada en la parte más profunda del valle, que algunos han comparado con un fondo de botella, limitado al norte por la sierra de Neiba y al sur por las montañas de Bahoruco…
De estos forasteros nos intrigaba su conducta, el color de su piel, sus ojos bien claros o totalmente negros. Eran algunos de pelo rubio otros de cabellera tan negra como la noche. Su pintoresca y particular forma de vestir nos atraía…La primera vez que los vi me causó tal impresión que si hubiésemos tenido a esa edad noticias de la existencia de otros planetas los hubiera pensado extraterrestres.
Está muy fresco en mí memoria aun el momento de su arribo, pues el pueblo al verlos reventaba de alegría, mientras que todo el entorno de su maravilloso campamento, rodeado luces y de colores, olía a flores y a frutas exóticas.
De repente escuchábamos las voces del vecindario exclamar con entusiasmo: ¡Llegó el circo! ¡Llegó el circo! ¡Llegaron los gitanos! Y todos corrían a recibir a ver y a admirar esas gentes que tantas veces nos incluyó en su largo itinerario. En cierta ocasión no muy lejana en el tiempo, rememorando estos recuerdos, mi madre me confió que siendo ella muy pequeña de vez en cuando llegaban gitanos a Neiba que tocaban las puertas de sus viviendas ofreciéndoles sus habilidades de adivinación a través de la quiromancia y la cartomancia. Vendiéndole ilusiones a una escasa y pobre población que solo vivía aferrada a su esperanza…
Para la época que les relato no teníamos aún el cine Enriquillo que nos recreó por muchos años. Eso se produjo un poco después. Y consistía en una sencilla estructura de madera sin muchas pretensiones construida en forma rectangular, pintada de color verde, sin techo, dotada de unos cuantos bancos de madera sin pulir, una amplia platea en forma de balcón en la parte superior trasera del salón, apartada del bullicio, dispuesta para las personas que podían pagar un poco más.
Un pequeño cuartito donde operaba un empleado responsable de todo lo atinente a la proyección de las cintas cinematográficas, el proyector de dieciséis milímetros y un estruendoso equipo alto parlante que perifoneaba a todos el estreno del día, a la vez que regalaba a la concurrencia las canciones de moda… Al fondo un gran telón blanco.
Todo este progreso colmó de alegría a los habitantes del pueblo. Pienso que influyó sobre nuestra conducta futura, sobre todo en nosotros los niños que por primera vez, en edades muy tiernas nos iniciábamos como adictos al cine Méjico- cubano, con sus héroes a caballo y sus canciones, sus revólveres, sus charros, su tequila y sus trágicos dramas de amor vividos en los cabarets de las urbes de ambos países. Series como “LA INVACION DE LOS MARCIANOS” brindaron a la imaginación infantil nuevas posibilidades para escudriñar y soñar con aquellos habitantes de otros mundos, puros robots, obsesionados en su tarea de conquistar y destruir el planeta tierra.
La aparición del circo, y más tarde del cine abrió además una puerta hasta entonces desconocida de la civilización al pueblecito nuestro. Apartado en un rincón del Sur profundo del país, viviendo al margen, desconocedor hasta entonces de esas buenas cosas que solo disfrutaban los niños en las grandes ciudades.
Sucedió igual con la llegada de los chinos, que se instalaron en el antiguo caserón de dos plantas propiedad de don Armando Duval donde también mucho antes, en los años de escolaridad de la generación de mi madre, se albergó la escuela primaria.
Lo mismo que la edificación que albergaba al cine esta era una construcción de madera, porque las construcciones de varillas y de cemento vinieron después. Apenas las oficinas del gobierno y la iglesia hechas por el presidente Trujillo gozaban de ese privilegio.
Allí inició el chino Ramón Lee y su familia la venta de helados, paicrema, biscochos, horchata, pan, cervezas y el famoso arroz con pollo que comían con avidez todos los domingos los asiduos parroquianos bebedores de cervezas y de ron.
Entonces se inició la costumbre en los niños de Neiba de antes de asistir al” matiné” hacer un “serrucho” para compartir unos helados o un pedazo de biscocho sentados alrededor de las mesitas de la sala de aquel restorán. Estoy seguro que por primera vez la gran mayoría de nuestra población veía y oía hablar a un chino en persona.
El cine tuvo primero por nombre” Enriquillo” y luego “Cinelandia”, inaugurado, creo, si no me traiciona la memoria, en el año de mil novecientos cincuenta y uno. Fue significativo aporte de don Miguel Lama, inmigrante procedente del Líbano, neibero por adopción, que procreó una honorable familia en nuestra sociedad. Este señor se integró en ella de tal modo que desempeño entre otros el cargo de Síndico o Alcalde Municipal.
Resultó que aquel amplio solar de la esquina formada por las calles Mella y Sanches, donde después se construyó el cine Enriquillo, situado frente al hermoso parque central que para la época estaba arbolado de almendros, Jobos, caobas, pinillos, higos, aceitunas y frondosos laureles, luciendo en el centro de su glorieta el busto del “Presidente Trujillo”, aún estaba baldío, por lo que los gitanos a su llegada lo ocupaban sin consultar a nadie, tendían sus carpas e instalaban la “Estrella” “Los caballitos o Tiovivo, “ entre otras atracciones que constituían el dolor de cabeza de los padres ante la exigencia de los niños tras los centavos que costaba participar en ellas.
Estos gitanos aparecían un día, para luego sin avisar, en un amanecer cualquiera de otro día verlos recoger sin apuro sus tereques e instalaciones, después de haber sacudido los bolcillos escasos del pueblo pobre, tomando de ellos el último centavo que estos entregaban satisfechos a cambio de esos inolvidables días de diversión.
El cine tuvo primero por nombre” Enriquillo” y luego “Cinelandia”, inaugurado, creo, si no me traiciona la memoria, en el año de mil novecientos cincuenta y uno. Fue significativo aporte de don Miguel Lama, inmigrante procedente del Líbano, neibero por adopción, que procreó una honorable familia en nuestra sociedad. Este señor se integró en ella de tal modo que desempeño entre otros el cargo de Síndico o Alcalde Municipal.
Resultó que aquel amplio solar de la esquina formada por las calles Mella y Sanches, donde después se construyó el cine Enriquillo, situado frente al hermoso parque central que para la época estaba arbolado de almendros, Jobos, caobas, pinillos, higos, aceitunas y frondosos laureles, luciendo en el centro de su glorieta el busto del “Presidente Trujillo”, aún estaba baldío, por lo que los gitanos a su llegada lo ocupaban sin consultar a nadie, tendían sus carpas e instalaban la “Estrella” “Los caballitos o Tiovivo, “ entre otras atracciones que constituían el dolor de cabeza de los padres ante la exigencia de los niños tras los centavos que costaba participar en ellas.
Estos gitanos aparecían un día, para luego sin avisar, en un amanecer cualquiera de otro día verlos recoger sin apuro sus tereques e instalaciones, después de haber sacudido los bolcillos escasos del pueblo pobre, tomando de ellos el último centavo que estos entregaban satisfechos a cambio de esos inolvidables días de diversión.
Así se iban, sin despedirse, igual que como habían llegado, con sus telas multicolores sus carpas y sus tereques apretujados en un par de pequeños camiones pintorreados, bajo el inclemente sol neibero, seguidos por la nube de polvo que levantaban esos vehículos en su tránsito, y por la triste mirada de la muchachada que los seguía hasta que se perdían en la lejanía…
¿De dónde procedían estos trotamundos? La mayoría de las personas suponían con lógica que de muy lejos, pero los más versados afirmaban que procedían de Suramérica y que recorrían todo el país dominicano leyendo las líneas de las manos además de las cartas, brindando diversión y esperanzas a los adultos a los jóvenes y a los niños, a los primeros con los buenos augurios que ofrecían a través de sus conocimientos quirománticos y la lectura de las cartas, a los últimos con sus ingeniosos aparatos, que les provocaban sustos risas y mareos, de tan bruscos movimientos que a algunos les hacía vomitar.
Volvía la tranquilidad. Las tardes se repetían casi idénticas en los humildes vecindarios…En las mañanas desde las alturas seguía el sol calentando los pocos techos de zinc y a los empedrados en el fondo de los patios donde las lavanderas tendían la ropa blanca…Después de la partida, en el solar abandonado por sus recientes ocupantes se veían algunos muchachos de más edad rastreando con avidez entre el polvo los centavos caídos y perdidos en los días festivos a los asistentes del circo…
Y nosotros los menores volvíamos a nuestros juegos tradicionales, siempre dispuestos a cabalgar a todo galope sobre caballos improvisados con las viejas escobas cansadas de barrer los amplios patios, desechadas por inútiles, o construyendo carritos de hojalata, con ruedas de carreteles de hilo ya vacíos… Y es que hacíamos el cambio sin un ápice de trauma, del Tiovivo al caballo improvisado, de la Estrella a la chichigua voladora… Así aceptábamos la vuelta a la cotidianidad interrumpida por ese breve espacio de tiempo de fantasías que nos brindaba el circo.
Ahora bien, al menos que Quico Pou o René Carrasco procedentes de la capital con su magia y sus actos de equilibrio sobre una esfera de madera el primero, o con sus bailes folclóricos el segundo, hicieran su aparición y cambiaran esa triste monotonía, Neiba proseguiría su curso normal de pueblecito apartado repitiendo sin variar su rutina doméstica día a día.
Y nosotros los menores volvíamos a nuestros juegos tradicionales, siempre dispuestos a cabalgar a todo galope sobre caballos improvisados con las viejas escobas cansadas de barrer los amplios patios, desechadas por inútiles, o construyendo carritos de hojalata, con ruedas de carreteles de hilo ya vacíos… Y es que hacíamos el cambio sin un ápice de trauma, del Tiovivo al caballo improvisado, de la Estrella a la chichigua voladora… Así aceptábamos la vuelta a la cotidianidad interrumpida por ese breve espacio de tiempo de fantasías que nos brindaba el circo.
Ahora bien, al menos que Quico Pou o René Carrasco procedentes de la capital con su magia y sus actos de equilibrio sobre una esfera de madera el primero, o con sus bailes folclóricos el segundo, hicieran su aparición y cambiaran esa triste monotonía, Neiba proseguiría su curso normal de pueblecito apartado repitiendo sin variar su rutina doméstica día a día.
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